
Ayer acudí ilusionado al cine: Doctor Extraño.
Momento especial. Personaje fetiche personal. Primera película Marvel que veo desde hace mucho, debido a mi tara de no poder ir al cine solo.
La verdad, me dejó en un agua media que me preocupó mucho por mi alma. Con igual sensación que, cuando preadolescente, presencié Masters del Universo, recién abandonado el juego con muñecos. Aunque me gustó —sé que no se puede comparar Cannon con Disney— no me sentí como debería: me resbaló un poco. Me resultó lenta y sin toda la chispa que, al menos, un servidor necesitaba.
No juzgaré la película en sí desde un punto de vista de, dato importante, antiguo aficionado al cómic —no por respeto de spoilers, ni por calidad de adaptación, ni por la explicación metafísica de la magia o sus efectos visuales herederos de otras—, sino por desconexión emocional. El único poso que me ha dejado el hechicero supremo ha sido sentirme aburrido, gris y viejo, banal, incapaz de experimentar el sentido de la maravilla, de entregarme a la imaginación y disfrutarla por ser eso, imaginación.
Veo que a otros, por las redes, les ha pasado lo mismo. Desearía emularles y demonizar el producto argumentando cada ínfimo fallo como quien culpa al del pupitre de al lado. No sería honesto: considero que la tara es propia, que he perdido algo de mi inocencia y mi frescura entre rutinas y que, sencillamente, debo admitir con todo el dolor que quizá ya no se trate de un producto para mí, para nosotros.
Se la pone verde porque nos hemos podrido en la tierra al caer del árbol. Los otros frikis —me incluyo en su grupo con el nostálgico deseo del expulsado de un club— me resultaban ajenos e incluso ligeramente grotescos mientras aguantaba el peñazo de los créditos sólo por ver dos ridículas escenas destinadas a la masturbación mental de la miel en los labios, un pequeño chute de la nueva droga de diseño.
Doctor Extraño me ha dejado extraño, del otro margen de la línea, del señor con jersey y mocasines, más del lado del doctor que del extraño, del que nunca será un héroe ni desea serlo, del tipo invernal que no se atreve a ponerse una camiseta de Spiderman y hablar de literatura anormal o subcultura en una reunión de amigos elevados porque eso es de críos y eternos adolescentes irresponsables, del «si la veo en fin de semana sin "precio día del espectador", me cago en su puta madre».
Por favor, convencerme de que es culpa de la película. Lo necesito como quien suplica una segunda opinión sobre su próstata.
Y, si me pasa con la Guerra de las Galaxias, que sea rápido como a los caballos cojos.
Hasta la próxima grabación y recordad que siempre hay algo bueno y malo en la Verdad: todo el mundo tiene una.
Hola Fernando. Yo también "videé" ayer la película. En mi caso, la sensación fue parecida a la que describes, aunque no le dí tantas vueltas (seguramente porque me había metido un trankimazin antes de la sesión). Hoy creo que no fue tanto cosa mía como de la película. Ni siquiera Neo en Matrix, con esos cables que que cargan el software en su mente y le convierten en el puto amo del kung fu y otras disciplinas, es tan puto amo con tan poco esfuerzo. A la película le falta lo fundamental: las crisis a la altura. Imposible empatizar. Como sucesión de vértigos visuales está bien, el diseño de los escenarios y los dobles tirabuzones con estos molan. Pero es una película sin un mínimo de profundidad para mover nada por dentro. He visto otras películas de comics (Marvel) en cine, y ha habido algunas que me han conectado directamente con la "alucinancia" pre-adolescente. Así que como improvisado y extraño doctor, te diré que no está todo perdido. La comparación que has hecho con Masters del universo encaja perfectamente. A mi me pasó lo mismo. No me hizo alucinar, porque era mala, mal escrita.
ResponderEliminarAbrazo.
Un abrazo, querido Andoni. En efecto, creo que le falta profundidad al personaje que, en ningún momento, deja de ser perfecto y alumno aventajado. Un abrazo.
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