Un despertar resulta un momento muy delicado.
Se pueden haber tenido periodos breves de vigilia previa, epifanías puntuales, un ligero atisbo durante la oscuridad de la noche cerrada, pero aún, probablemente, no habrá salido el sol: en nuestro fuero más interno, sabemos que no era el momento, que no había llegado la hora de la luz.
Un despertar, además, generalmente sucede de forma muy distinta a la pensada, porque la vida, cuando se da, resulta una chica algo rebelde que no responde muy bien a las imposiciones obsesivas y a planes férreos. Te golpea por su naturalidad con toda la candidez deslumbrante de la evidencia.
Por lo general, proviene de un suceso muy pequeño, casi insignificante, y sin relevancia para nadie más que uno mismo. Puede tratarse de una conversación, un gesto, un beso o una simple decisión como entrar en una calle desconocida que jamás habrías pisado en otro momento y, simplemente, seguir ese camino y no cualquier otro.
Sea como sea, supone un punto de «no retorno»: caes en la cuenta de que has despertado cuando miras atrás y te encuentras al otro lado de la frontera, el desconocido. El de la luz o la incertidumbre.
Solo.
—Don Fernando, disculpe que le moleste, pero lo que se dice «solo», así de manera estricta y precisa, no está —habló la voz aflautada y segura de sí misma, aunque algo adormilada, desde el recuerdo o el futuro. Para mi enorme sorpresa, el busto de Lovecraft me miraba en el asiento del copiloto—. ¡Qué morro tiene!
—¡Caramba! —Dije—. Esto sí que es una novedad. ¿No estaba usted en un letargo perpetuo? Suponía que jamás volvería a charlar conmigo....