Siempre me ha gustado Halloween por su espíritu que, en inglés, se define tan precisamente con el término: Spooky [escalofriante, aunque utilizado con cierta acepción que también lleva a no tomarse en serio dicho escalofrío]. Escalofrío de los que mola; el que, como admitía a alguien vital en mi vida, me retrotrae a la sensación de niño asustado por evidencia sobrenatural aunque, de manera paradójica, reconfortante porque también abre paso a que la imaginación se tome permiso para volver a la niñez. los cuentos de hadas, la inocencia, los mitos buenos.
Parafraseando la película de Tim Burton, la Pesadilla antes de Navidad. La sensación de un estremecimiento ambivalente, repleto de humor —en ocasiones, humor negro, admito—, que he intentado transmitir en mi libro de relatos, Montaña rusa.
Ahora comienzo a recuperar ese espíritu invencible de Peter Pan observando a los más jóvenes: mis hijos y un par de adolescentes que, como en el verso de Gil de Biedma, vienen a llevarse la vida por delante. Con frecuencia me admiran sus deslumbrantes alas mágicas de mariposa, algo feérico [adj, relativo o perteneciente a las hadas] en su alma. Una cualidad que, por el bien del mundo, espero no pierdan nunca. Consiguen —algo harto complejo sin mis monstruos— devolverme a la niñez y la creencia de que los sueños pueden manifestarse, que la magia auténtica existe y se aparece en los momentos más insospechados para ofrecernos esperanza, Luz, fe y redención, tanto propia como de la realidad agreste que nos cerca.
Pero acaban de sonar las doce campanadas. Comienza Halloween, mis hijos duermen, la fiebre ha impuesto un paréntesis en mis delicias conversacionales nocturnas, a la casa la engulle el silencio del último día de octubre y el busto de Lovecraft, emulando torpemente al cuervo de Edgar Allan Poe, me ha tentado para combatir el insomnio con una buena peli de miedo. Curiosamente, de esas que me gusta ver acompañado porque las cosas que a uno le apasionan, si careces de buena compañía, no apasionan tanto. Así les ocurre a los buenos vinos: en una copa solitaria no se disfrutan de la misma manera. Pongo la tele y observo sorprendido, entre la oferta, un largometraje que había visto en cine lo que yo consideraba hace poco pero, al parecer, no mido bien el pasado. Ahí la tenía, en abierto. Dispuesta. Y ahí la tengo, intentando en vano llamar mi atención mientras escribo este Buenas Noches, Nueva Orleans.