Vacas
A veces me
pregunto qué habría sido de mí
sin los recuerdos
que tan celosamente guardo…
Eloy Sánchez Rosillo.
Lo peor de una mentira es tener que traérsela
de un lado a otro como un pequeño monito de feria con sus platillos de metal en
tu oído sin que te deje trabajar en paz.
¿Problemas para dormir?
¿Sufre de ansiedad o
depresión?
¿Demasiada tensión acumulada?
¿Necesita un respiro de su
familia?
¿Unas pequeñas vacaciones de
su propia vida?
¡No se preocupe! ¡Tenemos la
solución!
Llámenos. Zomvitaltm
es para usted.
Permítase la felicidad a un
bajo precio.
En realidad, todo comenzó con el polvo, cuando
parecía ya imposible levantar una colonia en Marte. Se descubrió por
casualidad, un antiguo secreto de un par de sacerdotes pirados de una religión
de herencias africanas. El polvo zombi. Leyendas. Cuentos para asustar a los
niños y los crédulos, pero de esos que uno termina descubriendo en la vida que
son absolutamente veraces. Se utilizaba para detener el sistema vital,
conservando cierto grado de lucidez en el proceso que les permitía convencer a los
pobres diablos elegidos para el mismo, por venganza o interés, de que habían
muerto. Se le llegaba a enterrar con los ojos abiertos en un ataúd iluminado y
en compañía de una serpiente, una araña u otro elemento de características
repulsivas. Se les aseguraba que, en efecto, habían fallecido. Después de
varias horas, que podían alargarse hasta los dos días sin comida ni agua, el
brujo les desenterraba y ellos surgían del agujero con la voluntad quebrada,
esclavos fieles. Por supuesto, todo era un truco. Pero la mezcla de plantas y
tóxicos de diferentes animales que provocaba ese estado hipnótico y cataléptico
resultaba muy real.
Las grandes empresas farmacéuticas refinaron el
producto con fines médicos: cirugías complicadas vasculares, intestinales o cerebrales
que precisaban de cierta interacción por parte del paciente, control de
enfermedades mentales violentas y replanteamientos logísticos gubernamentales
en traslados de presos: aquellos «sometidos a tratamiento de zombificación» no
requerían el mismo espacio y sustento que el resto de comunes. Pronto se impuso
como la norma habitual en todo centro de internamiento psiquiátrico o
penitenciario, incluyendo los reformatorios. Aquello que, en un principio,
suponía un secreto a voces que flirteaba con la inmoralidad pronto se
transformó en costumbre aceptada socialmente que, por mediación de la industria
del ocio, se erigió en moda. Viajes largos donde los aviones podían llevar a
los pasajeros con menos recursos junto al equipaje en la bodega de carga o en los
vagones de mercancías. Transformarse en zombi
podía, incluso, resultar divertido.
No se tardó en depurar el proceso para
adaptarlo a los viajes espaciales. Realmente los «zombificados» morían lo suficiente como para soportar
los rigores del vacío, la ausencia completa de atmósfera y sustento. Eso lo
cambió todo. Los androides resultamos demasiado caros pero una mano de obra
barata que continúa llevando ese adjetivo por una razón aunque, desde hace
mucho, no se utiliza siquiera esa expresión.
Simplemente les llamamos vacas. Mi misión es que todos regresen a su corral asignado fuera
de la cúpula cuando acaben la jornada laboral, mientras no puedan permitirse un
hogar bajo las cristaleras con atmósfera. A eso me dedico. Para eso me han
creado. Perfecta cow-andreida en todo
para cumplir mi misión. Igual que las vacas,
claro.
¿Ha decidido el disfraz de
sus hijos para Halloween?
¿Su pareja desea prácticas
sexuales poco convencionales que complacer sin traumatizarse durante el
proceso?
¡No se preocupe! ¡Tenemos la
solución!
Zomvitaltm es para
usted.
Permítase un capricho a un
bajo precio.
Entonces, si todo es programa prefijado… ¿Qué
me impulsa a buscar libros y devorar su contenido en pocas horas? ¿Por qué
estoy escribiendo esto ahora mismo?
En verdad, no debería importarme. Pero hay una vaca que me dedica poemas. Me los
entrega cada noche, cuando me aseguro de que ninguno de ellos se ha salido del
corral, justo antes de la «inyección de dulces sueños». Está asignado a mi
sección. Me sonríe y me entrega un trozo de papel reciclado de algún
envoltorio, una tapa de cartón, un panfleto de publicidad de lupanar. Poesía
tras anuncios de chicas que ofrecen bailes exóticos, masajes profundos que
después del toque de queda reciben su Zomvitaltm para que los
pervertidos ricos puedan desfogarse a gusto con lo prohibido. Se las resucita en las mismas camas donde las
han usado. Despiertan llenas de heridas, con la vergüenza y el sabor de esa
mentira en el fondo de la garganta. Una niñez transformada en un trasto entre
deshechos. La dulce María transformada en Mary
Pop-ups. Apodo de guerra para economías de guerra interplanetaria.
Y se me escarchan el interior y los senderos,
ninguna mujer en verdad me amó nunca
esa es la certeza del botón de arranque.
Por qué ibas tú a ser diferente, andreida,
en tu disco duro colgado en las nubes,
en tu reprogramación confusa de aristas
forrada por carcasas de plástico y hollín
entre cables de silicio y años de silencio.
Pero estoy aquí, tuyo como quien espera
fumando en una estación abandonada,
mirando en los paneles esa doliente luz
solar reflejándose, tan pura desde el espacio,
que alimenta de energía esta torpe ciudad
y llama a crecer en Marte a lo que vive.
Desechos que se transforman en poemas de esta
vaca y que guardo dentro de las alforjas. En verdad, no necesitaría guardarlos,
puedo almacenar toda la información en mi propia holomemoria.
Pero algo me impulsa a hacerlo, su tacto, los
trazos manuscritos con tinta robada, la ironía del proceso.
Insiste en que me quiere.
Yo insisto en callar.
SESIÓN 1
Nunca pensé que admitiría en terapia psicoanalítica a un robot.
Me parece escuchar los problemas de una cafetera en las últimas a la que
nadie hace caso, confusa por la adicción a una cafeína que ella misma sirve,
preocupada por si está dañando a los demás con la calidad su producto, inquieta
porque sus anteriores dueños la cambien por un modelo mejor. Temerosa también,
por el contrario, de que uno nuevo considere su café el más exquisito.
Interesante.
—Dígame, señora, o señorita…—Frunció el cejo,
confuso.
—Suelen dirigirse a mí como «diecisiete». Puede
hacerlo usted de esa manera si le resulta más cómodo.
—Bien, diecisiete… ¿Cuánto tiempo lleva en
funcionamiento?
—Cincuenta años, cincuenta días, y cuarenta y
nueve minutos… —Cerró los ojos—. Perdón, ahora cincuenta minutos. ¿Debe ser el
momento del número cincuenta?
—Una coincidencia fortuita —sonrió.
—No estoy programada para fijarme en las
«coincidencias» y menos en el azar.
—Bien. ¿Y en estos años no había notado ningún mal funcionamiento de este tipo?
Emocional, en concreto, quiero decir —continuó tomando notas, centrado en su
cuaderno.
—No. Todo iba según lo previsto.
En Marte no se cumple con las reprogramaciones
periódicas. Supongo que en ningún sitio donde dependa de un seguimiento de
personal y un balance de gastos de gestión. Mientras no moleste con problemas,
no hace falta fijarse. La mierda, hasta que no flote, puede acumularse en el
fondo del pozo. Es su lugar. No pensamos que nos afecte el agua aparentemente clara
que sacamos de la superficie para beber.
No es que su escritura me influya más que las
de otros que he consumido. No provoca respuesta alguna emocional, pero confunde
las directrices de mi programa. Por un lado, debo ser amable y en exceso
cordial con los humanos porque así se estipula en su contrato de inmigración,
pero tampoco puedo descuidar mis labores cuando se les prepara para reunirlos
en el corral tras la inyección. Me gustaría [¿me gustaría?] poder arreglar este tema lo antes posible. Dudo que el
resto de las lecturas me estén centrando para solucionar el problema. Quizá lo
estén incluso empeorando. Pero se han transformado en una necesidad imposible
de rehuir. Una alteración que me lleva a replantearme ciertos dilemas que
alguien de mi naturaleza no debería abordar. Mi alma, por ejemplo. ¿Tengo alma?
Es un tema demasiado manido en la literatura, lo sé. Si alguien estuviera
escribiendo esta historia, desde arriba, en algún lugar muy lejano, ahora mismo
incluso se preguntaría si debe quitar esta frase de mi conciencia, del devenir
del relato. Ya lo han tratado otros.
Cuando me sobrevienen ese tipo de conceptos
respecto a la identidad, procuro acariciar con un dedo mi Colt7k2.3. Me reconforta [¿reconforta?]
el tacto suave de la culata del revólver reglamentario. Los estímulos que
recibo en respuesta no obstante resultan contradictorios: la seguridad del
verdugo, la zozobra del que acaricia una lápida.
Los acompaño en su peregrinación, vigilando
desde lo alto de mi hipodeslizador,
ya transformados en vacas. Se tambalean sobre el suelo rojo hasta su corral.
Alguno, con frecuencia, se desorienta. Se pierde. En esos momentos todo deja de
importar: libros, poemas, óxido. Es el trabajo. Es el deber. Es el programa que
me avisa con los primeros compases de una canción en mis sensores auditivos a
todo volumen [en los archivos descubrí que se titula «Rawhide», un tema
antiquísimo de una película]. Aprieto el acelerador y saco el lazo antes de que
lleguen demasiado lejos. En ese momento no les duele. Cierto es que gritan
mucho, balbucean y gesticulan roncos. Despertarán con una fea cicatriz de
quemadura eléctrica. Pero son vacas. Me parece [¿me parece?] una opción mejor que, una vez pasado el efecto del suero
tras seis horas, resuciten en medio de una planicie árida rica en dióxido de
carbono y lo último que vean, boqueando, sea la polvareda terracota que
levantan en su caída mientras piensan quizá en sus seres queridos, en el error
que cometieron en venir buscando en Marte la tierra prometida.
Desde luego, tierra encuentran. Si alguien la
quiere, sólo tiene que acercarse a este planeta de extremos. Ricos y pobres.
Calor y frío. Agua corriente y baños turcos bajo la cúpula y raciones mínimas
de reciclada para los corrales. El ser humano nos ha creado a su imagen y
semejanza. Incluso cuando el hacedor llama a rendir cuentas, ofrece un mausoleo
de mármol para los gerifaltes del interior y una simple lápida de roca para los
demás en una pendiente que ya no se cubre con la vista. El cementerio de los innombrables. Para los míos, reciclaje; si hay
suerte, un taller clandestino de exvotos producto del desmembramiento; si no
hay suerte, la fundición o tu peso en chatarra.
—Percibo cierta desazón —expresó, limpiándose
las gafas.
—¿Respecto a qué?
—Un agua subterránea moral imposible en sus
directrices. Realiza afirmaciones contradictorias. Me explico, por una parte
cumple fielmente con el programa, por la otra se plantea el dolor ajeno y el
sentimiento de justicia. Eso no me resulta nada coherente, y menos en un ente robótico.
—¿Y desde cuando es coherente que un «robot»,
como usted me llama, acuda a una consulta de terapia?
—¿Le molesta cuando debe atraparlos con el
lazo? ¿Piensa en que quizá les esté doliendo más de lo que las farmacéuticas
que elaboran el suero admiten?
—Durante el proceso de zombificación no recuerdan nada. ¿Es real algo que uno no recuerda?
—Usted, no obstante —remarcó muy despacio,
acompañándose de un gesto con el índice—, sí que lo recuerda. Como ya hemos
comentado, lo recuerda todo.
—Yo soy tan sólo una máquina, en teoría no
cuento. Puedo almacenar, pero no recordar.
—Sin embargo, sí que recuerda. Usted misma lo
ha mencionado en alguna otra sesión: los libros, la música, las frases, los
gritos… —afirmó categórico mirando hacia el cielo falso y acogedor de la
cúpula, tras el ventanal de marcos de PVC a imitación de caoba auténtica—. Lo
recuerda.
—Sí, lo almaceno. Elijo hacerlo.
—¿Y por qué de esa elección? En teoría no tiene
libre albedrío, depende de su programa. Nada más. Directrices de comportamiento.
—Sin duda, está en lo cierto. Este, como usted
lo llama, «mal funcionamiento», me ha transformado en algo diferente que no sé
si deseo…
—¿Desea? —Preguntó con un tono tan neutro como
una guía telefónica.
—No sé si es el término adecuado, desear.
—¿Y qué es lo que no desea?
—Convertirme en un «devorador de pecados».
SESIÓN 5
No hemos avanzado demasiado salvo en la evidencia de confusión en el
programa. Si este juego se prolonga más de cuatro sesiones sin encontrar una
respuesta quizá deba consultar a otro colega profesional que, sin lugar a
dudas, me remitirá sin miramientos a la sección de control de androides para
que la eliminen de la circulación por funcionamiento erróneo o desgaste de
fantasma en la red neural.
No obstante, me resulta imposible evitar sentir un interés creciente
profesional por el caso. Me conduce a derroteros nunca antes considerados
respecto a la formación de la personalidad en un ser neutro y determinista. Me
sugiere la posibilidad de hablar con un bebé mientras descubre el mundo tan
amplio que le rodea más allá del entorno seguro de la matriz familiar. Pero un
bebé con capacidad de interactuar y que porta un arma de gran calibre.
Estas sesiones podrían arrojar una enorme luz tanto a la verdad del
comportamiento del Zomvital como a la génesis de una personalidad en una
creación no biológica.
Esta noche, mientras estaba esperando al
doctor, me he sorprendido mirándome en un espejo que tiene en la consulta.
Jamás le había prestado atención a mi verdadero aspecto físico. Desde fuera, y
salvo por el atuendo, aparento una hembra humana. Quizá demasiado delgada, pero
tampoco hay necesidad de mucho espacio en mi interior. Articulaciones marcadas
y angulosas, producto de los servos. Mi cabello y mi piel están fabricados con
la misma tecnología dermoplástica que
en el resto de androides, pero no soy un ciborg,
en manera alguna: todo manufacturado en materiales puramente sintéticos con el
mismo molde estándar; bien podría haber sido inspectora de reactores como
piloto, bailarina o sirvienta de éxtasis. Pero los hombres parecen necesitar
que haya un alma que sufra dentro de aquello que penetran o poseen. Soy lo que
soy y las cosas están como están. Botas de monta con espuelas de interfaz para
el hipodeslizador. Sombrero, camisa y
polainas de NeoTexas. Cinto de
utensilios con revólver, células de recarga y el lazo eléctrico.
Guantes y chaleco de vinilo en el que luce amarillo mostaza digital mi número
de serie sobre la estrella de identificación. Uniforme reglamentario de mi
empleo. Por lo demás, una mujer como cualquier otra que pisaría Marte:
desnutrida, mirada sin brillo, movimientos de autómata. Salvo el alma, claro,
ese alma que les lleva a soportar los rigores de cada día y las humillaciones
de cada noche, que les empuja en búsqueda paciente por mejorar una existencia,
pasar de un corral del exterior desierto a un cuchitril del interior
polucionado bajo un cielo falso. Mis sensores indican que, salvo en los niveles
superiores sólo accesibles a los altos cargos, el aire apenas tiene el nivel de
oxígeno mínimo para la subsistencia de organismos basados en Carbono. Sé, desde
hace tiempo, que cuatro de los seis filtros de reciclaje de la cúpula están
averiados. Llevan así dos décadas. Nadie, ni nada, se va a preocupar por repararlos.
¿Quiere salir pero se ha
quedado sin niñera?
¿No puede permitirse asilo
para su familiar anciano?
¡No se preocupe! ¡Tenemos la
solución!
Zomvitaltm es para
usted.
Permítase una tranquilidad a
bajo precio.
Hace dos días, bajo el vomitorio de cristal
tapizado de polvo exterior que retorna a los corrales, me ha preguntado sobre
el amor.
—Yo no puedo sentir nada. El amor es un
concepto humano, «sietedoscerocinco» —me dirigí a él por su número de
identificación, marcando las distancias con frialdad. No encuentro motivo,
salvo provocar una reacción emocional que no iba a beneficiarnos a ninguno, que
viola la premisa de ser «amable» con las vacas.
—Me llamo Bierce… Ya lo sabes.
—Afirmativo entonces, «Bierce» —contesté.
Era consciente del dato; de su altura, peso,
ocupación, constantes vitales: su ficha al completo en mi interfaz postocular; subadministrativo de
sistemas de mantenimiento, sin familia en Marte o en otro planeta, tendencias
creativas, poca tolerancia a la frustración, un hombre solo.
»Repito, se trata de un concepto incomprensible
para mí.
—Ni siquiera me has preguntado mi nombre o lo
que siento.
—Tus sentimientos son evidentes. Así me los
confiesas cada noche.
—Sin embargo, no hay respuesta. Los poemas no
sirven de nada. Pero te digo, el amor está en todas partes. No es una
característica humana. ¿No te afecta lo que ves? Míralos —dijo, señalando la
longitud de la fila—, están aquí, engañados, pendientes de una mínima
aspiración semejante al trapecio de un circo nómada cuyos anclajes se montan y
remontan con el nuevo traslado y cada vez tienen más holgura. ¿Qué les mantiene
firmes?
—Sus elecciones. Han decidido viajar aquí, pese
a los rumores, las certezas, los miedos. Podrían decidir escapar, volver a la Tierra , asentarse en las
fábricas lunares con atmósfera. Pero quieren prosperar, multiplicarse, avanzar.
Es la naturaleza humana que tiende al descontrol aún a pesar del riesgo letal
del entorno interior o exterior: los trabajos, los tiroteos que apaciguo, las…
—Muchos son verdaderas vacas —me interrumpió—.
¿Acaso no recibimos ese nombre, vacas?
Supongo que, de alguna manera retorcida, lo somos. Ganado para gente poderosa.
A la mayoría les mantiene la simple y llana rutina. De alguna forma repugnante
la han transformado en el sentido de sus vidas. Han perdido el empuje, la
emoción, el amor. Eso es lo que provoca la mierda que nos inyectáis cada noche;
si es que se le puede llamar noche, porque sólo son ciclos de trabajo. Los
auténticos amaneceres en este puto planeta están tan presentes como los mares.
¿Nunca has visto el mar?
—Negativo, «sietedoscerocinco».
—Bierce. Me llamo Bierce.
—Negativo, «Bierce». Además, en este planeta
hay amaneceres.
—También hubo mares hace millones de años ¡pero
te hablo de Belleza, no de meteorología! Creo que lo haces intencionadamente
sólo para enfadarme —bajó la cabeza, resoplando—. Por eso sé que sientes. Cada
día soporto menos esta mierda falsa.
Golpeó la cristalera varias veces con la mano
abierta. Alerta de violación de protocolo
de seguridad. La arena acumulada en las junturas retornó al suelo del
exterior.
—Aviso primero: queda prohibido el vandalismo
contra las instalaciones o el mobiliario urbano y para los inmigrantes sin
licencia de pernocta se considera una falta muy grave.
—A las vacas no se nos permite enfadarnos, al
parecer ¿no? Pues mira, andreida. Me enfado. Algo que tú tampoco comprendes…
Asestó un nuevo golpe, con el puño. Carne viva
en los nudillos. Casi estábamos llegando a la dársena de inyección. Alteración
de su ritmo cardíaco. Mi homóloga, «veinticinco», intervino elevando el volumen
de su vocalizador mientras desenfundaba el arma.
—Aviso segundo: queda prohibido el vandalismo
contra las instalaciones o el mobiliario urbano y para los inmigrantes sin
licencia de pernocta se considera una falta muy grave. Aclaración explicativa
necesaria: falta muy grave supone lesión grave con permiso para emplear un arma
de fuego.
—Yo me encargo, «veinticinco» —contesté. Mi
compañera guardó el arma, suspicaz por la respuesta. Las pulsaciones de Bierce
se atenuaron pero continuaban fuera de parámetros normales—. No hay problema.
»No debe llegarse al tercer aviso. —Sentencié,
en tono muy bajo, suplicante. [¿Suplicante?]
—¿Qué harías? ¿Serías capaz de pegarme un tiro?
—Es mi cometido. Es mi programa.
—No podrías, me has defendido, me amas.
—Reinicio de nuestro bucle comunicativo. No
puedo sentir nada. El amor es un concepto humano, «sietedoscerocinco».
—El Amor es una fuerza universal. Incluso para
ti. Simplemente, se trata de un concepto que desconoces por ahora. Muy triste,
en verdad —alcanzamos el puesto de inyección, remangué su brazo derecho—. Un
ciego famélico trastabillando por huerto de manzanos. Es el Amor y su esperanza
lo que le diferencia a uno de las demás vacas. Piénsalo. ¿No puedes sentir nada
o no quieres sentir nada? —dijo,
mientras «veinticinco» le administraba las buenas
noches.
—¿Hoy no recibo texto de tu autoría?
—Hoy. No. Lo. Mereces.
Tartamudeó luchando por mantener la
consciencia. Constantes vitales al mínimo. Técnicamente muerto. Zomvitaltm
rindiendo sus sentidos al avanzar sin freno por su sistema. Ojos fijos en el
vacío. Vaca que continúa su camino en la fila hacia el exterior despresurizado.
¿No lo merezco?
—¿Algún problema que sea necesario reportar,
«diecisiete»? —preguntó mi compañera
—Ninguno «veinticinco».
Mentí.
Violación del programa.
Mal funcionamiento.
¿No quiero sentir nada?
SESIÓN 7
Mientras trataba de iniciar un cuestionario respecto a los posibles
deseos de procreación de un androide como característica ineludible de
cualquier forma de vida, la paciente número diecisiete ha caído en un estado
que sólo podría definir como iluminación apoteósica.
Acaba de inquirirle si, en caso teórico de terminar en un desguace, una
de sus piezas pasara a un nuevo robot, consideraría tal proceso una forma de
maternidad. Se trataba de un tema que ella misma había mencionado en una de
nuestras primeras sesiones. Tras meditar durante unos segundos, su respuesta
fue negativa, argumentando la necesidad del amor para crear un ser nuevo, que
no supusiera sólo una prolongación del anterior. La fuerza turbadora de su
afirmación no pudo, cuanto menos, dejar de sorprenderme.
Después, poniéndose en pie, quedó en suspensión durante varios minutos,
se excusó por un imperativo laboral y salió casi impulsada por una mano que
manejase un títere.
Me temo que la única opción posible es la de sugerir un borrado completo
de su sistema. Me parece demasiado peligroso, incluso grotesco, que un
encargado de la seguridad de la estación demuestre tales inseguridades en su
comportamiento.
Quis custodiet ipso custodes…
ALERTA
»Comunicación/Encargo código
rojo para unidad nº17. Prioridad absoluta.
»Alerta «SE BUSCA». Orden
inmediata.
»Sujeto: nº7205. Aston
Matheson, Bierce. Subadministración de archivos en mantenimiento de cúpula.
»Cargos: Insurgencia.
Resistencia al tratamiento preventivo de Zomvitaltm. Agresividad
manifiesta. Deterioro de la propiedad pública. Alteración del orden público.
Rebelión y violencia ante un activo de seguridad. Robo de un arma reglamentaria
de un activo de seguridad. Posesión ilegal de un arma para un inmigrante sin
licencia de pernocta. Agresión y destrucción de un activo de seguridad [unidad
nº25]. Robo de un traje presurizado de mantenimiento no permitido para un
inmigrante sin licencia de pernocta. Pensamiento creativo. Fuga.
»Juicio y sentencia:
Culpable. Ejecución.
»Resolución: Preferiblemente
muerto.
»Última localización
rastreada: Inmediaciones del cementerio de inmigrantes sin derecho a pernocta.
Todo comenzó con el polvo y terminará entre
polvo; cualquier historia debe concluir pero, ¿tendré valor [¿valor?] para arrebatar una vida de
alguien que ama, que me ama? ¿No es el amor origen, precisamente, de vida? El
pasillo hacia el cementerio y «Rawhide» tronando a volumen extremo dentro de mi
cabeza como pequeño monito de feria que transporto a todos lados igual que una
mentira que no te deja trabajar en paz.
El escenario recuerda una mancha de aceite de
motor en camisa de ejecutivo. Evidencia de combate y los restos de «veinticinco»
derrumbados en la esquina, junto al torniquete de salida a despresurización
exterior, luciendo un boquete entre las cejas. Los ojos apuntan al techo. El
agujero chorrea anticongelante pardo que resbala en un delta por su nariz. Un
halo producto del disparo en la pared rodea su cabeza y la transforma en la
burla de una talla medieval, una virgen en éxtasis.
A un par de kilómetros, detrás de la
cristalera, el cementerio de los
innombrables. Él está ahí, en algún lugar entre las tumbas con apenas unas
horas de aire. Condenado a muerte de todos modos.
Salgo.
Se avecina una tormenta de arena. Quizá en un
par de días, quizá en un par de minutos. El contorno del horizonte se desenfoca
en un borrón amarillo indistinguible del cielo y sus nubes. Subo al hipodeslizador de «veinticinco». Supongo
que no le importaría que lo tome prestado. Al fin y al cabo, no deberíamos
sentir apego. No deberíamos sentir nada. A mí, de haber sido ella, no me
hubiera importado. Es un transporte como cualquier otro.
Llego a las tumbas en pocos minutos, me elevo
un metro sobre las lápidas. Un campo de piezas de dominó dispuestas sobre el
mantel invitando a que un soplido provoque la reacción en cadena. Silencio, lo
esperable en un planeta reanimado desde el coma. Paso a perspectiva infrarroja. Lecturas
confusas. Su escafandra es aislante. Está cerca. De alguna manera, lo siento [¿siento?]. El mismo cosquilleo que me
recorre al esperarle en la fila. Un cosquilleo teóricamente imposible. Un
cosquilleo que me distrae cuando escucho el disparo, mi montura se precipita,
doy con mi cuerpo en el suelo, pierdo un treinta por ciento de efectividad en
una pierna. También pierdo el sombrero. Nuevo disparo. Me parapeto tras una
lápida: «Edgar Bradbury, mecánico»; un nombre de talento. Todos terminan en el
mismo sitio. Nuevo disparo. No es un experto. En realidad, es el peor tirador
que he conocido. Me sorprende que haya hecho diana en mi transporte.
Desenfundo.
—¡Bierce!
Soy yo. «Diecisiete». No dispares.
La
única respuesta es el viento amarillo por la tormenta en ciernes. Insisto. No
estoy mintiendo. No puedo matarle. No puedo dejarle vivo. No sé qué voy a
hacer. Con suerte, él tenga un plan aunque incluya desintegrarme. Al menos, me
matará alguien que me ama.
—Bierce.
Por favor.
Nuevo
disparo. Revienta la lápida contigua. En esta ocasión, puedo reaccionar. Ruedo
hacia otra losa antes de que la mía se desintegre por los aires. Varios
guijarros minúsculos se me clavan en el rostro.
—Te
lo suplico… Dime algo.
—¿Ahora
quieres escucharme? —Grita, apenas a unas tumbas de distancia—. ¡Justo ahora!
Vaya coincidencia —su voz suena a batería en las últimas y estupefaciente—. ¿Y
por qué debería escucharte? ¿Desde cuándo me llamas por mi nombre, andreida?
Para ti sólo soy «sietedoscerocinco».
—No
vengo a hacerte daño.
—Lo
siento, no te creo. No quiero creerte. Ya no consigo creerte.
—Es
verdad. Yo no puedo mentir. Lo sabes. Nunca te he mentido.
—No
puedes mentir porque no puedes sentir, vaya burla. No dejas de ser un estúpido
robot. Un puto trasto. ¿No te das cuenta? Nos has visto cada noche en la fila,
reunidos en un miserable corral, hacinados en espera de la muerte más indigna.
Somos ganado. Ganado humano. ¿Sabes
que ya ha pasado esto antes a lo largo de la historia? La conquista de América,
el tráfico de esclavos, la
Alemania Nazi , los gulag durante la destrucción de Tokio, la
pandemia del siglo XXII. Nada cambia.
—Para
mí no eres ganado. Las cosas pueden cambiar. Lo imposible es posible. No
dispares, voy a salir...
Levanto
el arma para mostrarla. Me pongo en pie. La cojera me impide una efectividad
digna. Me quedo en el corredor de la pendiente entre lápidas. Arrojo el
revólver reglamentario. Extiendo los brazos, se los ofrezco. Una invitación al
porvenir confuso. Con manos temblorosas, abandona también su protección. Sus
constantes vitales están peligrosamente descompensadas. Sigue encañonándome.
—Un
hombre solo nunca podrá cambiar las cosas. De todas formas, no me queda tiempo.
Los sueños no se hacen realidad.
—No
puedo hablarte de sueños. No he tenido ninguno. No puedo soñar.
—Claro
que no puedes. Ni sentir, ni amar. No eres mejor que un jodido cajero.
—Eso
es más complicado, porque creo que tienes razón en parte. Mi sistema no debería
permitirme admitir esto. Pero creo que sí siento.
—Delirios
de máquina herida. Fantasmas en la red neural.
—Te
quiero.
—¡Mentiras!
Me
fusila a bulto. Su corazón, a punto de colapsarse en la cabalgada. Tiene el
sistema inundado de Zomvitaltm desintegrando sus órganos. La falta
de oxígeno ha dejado de ser, en realidad, su mayor problema. No consigue
acertarme, aunque la culpa es de su técnica y no del deterioro físico. Parece
científicamente imposible que tenga estos sentimientos e inconcebible que los
haya confesado pero resulta irónico haberme enamorado por primera vez de un
tirador tan torpe. Primera y última.
—Tú
no puedes amar. —Llora. Cae de rodillas.
Conforme
a las lecturas, experimenta un dolor extremo. Aún le queda media hora de
agonía. La tormenta va a desatarse antes de lo previsto mientras, en su seno, voy
a perder lo más valioso de la existencia momentos tras descubrirlo. Un tesoro
que cae por la borda al sacarlo a flote. Me acerco a él.
Se
aferra a mis caderas, me rodea, me aprieta contra sí. Poso mi mano en la
escafandra. Una caricia tan esperada que ahora ha de recibir tras un muro
interpuesto de materiales plásticos.
—¿Qué
puedo hacer para demostrarlo?
—No
me dejes morir así, como una vulgar vaca.
—No
te comprendo.
Deposita
el revólver en mi mano, obligándome a empuñarlo, me enhebra un dedo sobre el
gatillo.
—El
Amor es vida y es muerte, andreida. Sé que no me queda tiempo. El suero me ha
destruido por dentro de tanto resistirme. Ayúdame ahora. Sofoca mi dolor antes
de que me transforme en algo que no soy yo. Quizá en otro momento que el
Destino nos depare, en un futuro mejor, nos volveremos a encontrar.
Se
pone en pie. Me abraza con cariño.
Mi
interfaz no deja de mostrarme avisos de Error
en Sistema.
Su
rostro ¡tan deformado! Me lanza un beso tras el cristal que transporta y
deposita en mis labios con su guante. No quiero tener este recuerdo. Conduce el
cañón hasta su pecho. Deja prendido un papel en mi cinturón reglamentario. Un
último poema.
—No
puedo…
—Por
supuesto que puedes, si me amas —susurra y sonríe—. Hasta siempre, andreida.
Aprieto
el gatillo. Fogonazo brusco. La música, el mono y sus constantes vitales se
detienen.
Orden
de búsqueda actualizada: «Cumplido».
El
cuerpo de mi amado se desploma. Sangre sobre arena. Rosas brotando en el
desierto. El viento amarillo lo empuja pendiente abajo, le transforma en un
estepicursor estéril.
—Hasta
siempre, amor mío.
Desearía
creer, andreida, que todo cambiará.
Pero nada
cambia
nunca. Nada
es
posible.
El
carrusel sigue girando, no existen frenos.
El río,
por más que fluya, siempre será
el mismo,
la noche sola, siempre será
la misma
noche solo; me llena de silencio,
de la
propia ausencia de tu añoranza
y de
sueños rotos mientras me rompo
aparcado
en mi rincón de la reserva.
—Buenas noches, diecisiete,
siéntese.
—Negativo, doctor, he venido a despedirme.
Le diría que ésta será nuestra última sesión, pero no sería correcto. No
hablaremos hoy. Sólo he venido a traerle esto —depositó una holomemoria sobre la mesa de su
escritorio—. Dentro de, exactamente, diez minutos voy a someterme a un borrado
completo y voluntario.
—¿Lo ha solicitado usted? Pero…
—Era inevitable y necesario. No
podía seguir viviendo con esto, doctor. Por lo menos, yo tengo la suerte de
poder eliminarlo completamente, de raíz, sin huella alguna. Los seres humanos
son incapaces. Aun así, quiero legarle mi alma. Recoge todo lo que he vivido,
presenciado y sentido hasta ahora. Recoge todo lo que él ha sido. Sin estos
datos, nadie le recordará. A mí tampoco.
—No sé qué decir y no creo, con
sinceridad, que sea yo la persona adecuada para esto.
—No hay otra, doctor. Reciba un
fuerte saludo y cuente con mi comprensión. Le agradezco la ayuda aunque, dentro
de nueve minutos, sólo usted será consciente de la misma, incluido este
agradecimiento. En cierta manera todas las despedidas son tristes, pero algunas
más que otras. He vivido algo especial que no me permitirá seguir cargando con
ello. No hace falta que le indique las profundas alteraciones del entramado
político y social al que pueden conducirle las conclusiones extraídas de mis recuerdos.
Los pecados que he tenido que devorar. Haga un buen uso de todo ello.
Recuérdeme. Hasta la vista y que, cuando llegue su momento, la tierra le sea
ligera.
ÚLTIMA SESIÓN
No sabía exactamente
cómo titular estas últimas reflexiones. Han pasado más de dos meses desde que
la paciente número diecisiete se presentó por última vez en mi consulta. Su
comportamiento errático y reservado culminó en una despedida abrupta. Aunque
los he revisado hasta la saciedad, los hallazgos de sus recuerdos son de tal relevancia
científica, moral y política que me sobrepasan, pero tengo miedo de confiarlos
a otro. Creo que mi vida podría estar en peligro si hago pública la
información. No obstante, lo que más me inquieta es lo siguiente. Después de su
total obliteración de memoria, he estado observando el aparente comportamiento
normalizado de diecisiete. No hay nada extraño salvo que, en frecuentes
ocasiones, se para durante horas y acaricia una tumba en el cementerio de los
innombrables. Después de obtener los permisos necesarios, a un coste muy
elevado, he podido visitar la lápida. Allí estaba ella, con la mirada fija en
el suelo rojo. No me ha reconocido, se ha limitado a saludarme cordialmente,
pedirme autentificación y comprobar mis credenciales para salir al exterior y
el uso de escafandra, recordándome que sólo me quedaban veinte minutos de
permanencia. La lápida, reciente aunque de grabación tosca, mostraba el
siguiente epitafio: «Bierce. Luz de Amor».
¿Su vida ha tocado un
punto ciego?
¿En Tierra ya no hay
lugar para usted?
¿Quiere perseguir nuevos
sueños, verlos cumplidos?
¡No pierda la
oportunidad!
Emigre a Marte, el
planeta rojo que invoca el futuro.
Permítase la felicidad a
bajo precio.
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