Es enero y un nuevo año, como reza el poema de mi admirado Mark Strand.
Hace muchísimo que no escribo en esta bitácora. Que no escribo, en general. Las razones son muchas pero ninguna debería tener peso: soy escritor y, decía un buen maestro, los escritores escriben, da lo mismo qué, escriben. El abandono de estos esperpentos líricos en un País de las Maravillas no puede continuar. Desconozco la constancia pero me lo he impuesto como obligación con la esperanza, quizá vana, de que vuelva a mí aquello que ya son sólo brasas pero fue una religión.
En efecto, casi he perdido la fe y, ante todo, yo era —quiero creer que aún lo soy— un hombre de fe: en el perdón, el amor, la amistad y lo auténtico. Quizá un soñador, un romántico, un crédulo, un inocente. Posiblemente cierto.
El pasado día de los Santos Inocentes quedé con una amiga y sus hijos en un centro comercial de las afueras de Madrid para ver una exposición de maquetas fabricadas con piezas de Lego.
Inciso/apunte para progenitores y otros frikis: exposición onerosa para el bolsillo cuyo interior